miércoles, 3 de enero de 2018

EL INSIGNIFICANTE BRUCKNER



                                           Anton Bruckner (1824-1896)

Cualquiera que llegara a entrevistarse con Anton Bruckner quedaría con la sensación de haber conocido a un individuo insignificante, totalmente incapaz de alcanzar algún tipo de logro o trascendencia en la vida. Algo bajo de estatura, rostro vulgar y expresión infantil, sumergido en trajes desprolijos y mayores que su talla, Bruckner no parecía en absoluto dotado para triunfar en la vida, más bien estaba hecho para pasar desapercibido o a lo sumo recibir una mirada indiferente.

Su comportamiento social corría paralelo a su apariencia física, se consideraba inferior a cualquiera y si ocasionalmente alguien lo alababa, podía emocionarse hasta las lágrimas. A este anodino bagaje que integraba su personalidad, había que agregar que aquél hombrecito sufría un fuerte trastorno obsesivo compulsivo, con comportamientos bizarros, como luego se verá.

Sin embargo, la conocida frase de que el hábito no hace al monje encaja perfectamente en Bruckner, porque llegó a ser uno de los grandes compositores del siglo XIX; su música ha trascendido en el tiempo y forma parte del repertorio de todo director de orquesta.

Infancia y adolescencia
Bruckner nació en un pueblito de Austria llamado Ansfelden; sus padres eran profesores de escuela y consideraron que el vástago debía seguir los mismos pasos. Austria era, y sigue siendo, un país musical por excelencia. Una de las materias más destacadas era música y Bruckner se impregnó de ella desde la infancia.

Su diligencia y capacidad para el estudio le permitieron ingresar a una escuela de mayor nivel de la que asistía, cuyo director era un destacado organista. Gracias al interés de su padre por la música, Bruckner, que sabía tocar el órgano, perfeccionó su técnica en aquella escuela y también se enamoró para siempre de este instrumento que lo fascinaba.

    Monasterio Agustino de Sankt Florian

Después de la muerte de su padre, fue enviado a la edad de 13 años a integrar el coro del monasterio agustino de Sankt Florian, donde el Coro de Niños Cantores era famoso por su calidad y por su trayectoria en el tiempo, puesto que el Instituto Coral se inició en el año 1071. Durante 800 años pasaron por allí numerosos estudiantes de canto, que se transformaron en excelentes músicos, pero hoy, cuando se habla de Sankt Florian y su coro, la asociación con el nombre de Bruckner es inmediata. 

El instituto poseía un órgano que era famoso en Europa por su calidad y el muchacho se pasaba las horas tocando hasta convertirse en un virtuoso. Fue allí donde produjo su primera obra ambiciosa: el Requiem en D menor. En la actualidad, cuando los guías que muestran el monasterio a los turistas llegan al célebre instrumento, lo describen como el “órgano de Bruckner”.

                       El órgano de Bruckner en el Monasterio de Sankt Florian.

Desde 1845, a la edad de 21 años y durante 10 años, fue profesor de música y el organista de Sankt Florian. Posteriormente se trasladó a Viena y, después de completar sus estudios musicales, se presentó al examen para el cargo de profesor en el Conservatorio de Viena. La prueba era el desafío más difícil al que se exponían los músicos vieneses y el comité examinador estaba formado por cinco músicos de prestigio. Se le encargó un tema que Bruckner desarrolló con tal pericia y poder de improvisación que uno de los jueces exclamó: “Este postulante sabe más de música que todos nosotros juntos”.

Encuentro con Wagner
Durante varios años se desempeñó como organista de la Catedral de Linz y también fue director de la Sociedad Coral de Viena. Aquí llegamos al año 1863, cuando Bruckner conoció por primera vez la música de Richard Wagner, que le cambió la vida, porque es indudable que influyó sobre el estilo de sus composiciones posteriores.

Cuando Bruckner asistió al estreno de Tannhauser, en Viena, y dada su tendencia a desvalorizarse, se mostró totalmente insatisfecho con sus propias obras. En 1865, fue uno de los peregrinos fanáticos que se trasladó a Munich a escuchar el estreno de Tristán e Isolda y, al regresar a Viena, su admiración por Wagner se transformó en veneración.

                          Richard Wagner (1813-1883)

Un día, después de varios intentos en que se mantuvo a respetuosa distancia de su ícono sagrado, tomó coraje y se presentó ante el maestro. Es difícil imaginar el conflicto interno que pudo haber tenido hasta superar su timidez y enfrentar a Wagner cara a cara. Temeroso, le mostró el borrador de su primera sinfonía. Wagner quedó impactado y lo elogió calurosamente. Bruckner apenas pudo contener las lágrimas.

En otra ocasión, después de escuchar Parsifal, se arrodilló ante Wagner mientras exclamaba: “Me postro ante usted, venerado maestro”. Cuando Wagner murió, visitó su tumba en varias ocasiones y se paraba ante ella por largo tiempo mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. Estas visitas, como se verá después, formaban parte de su trastorno obsesivo compulsivo.

La inhóspita Viena
En Viena había tantos compositores e intérpretes que era muy difícil ascender en la escala del reconocimiento. Incluso Mozart, no fue debidamente apreciado en varias oportunidades. En el caso de Bruckner, la ciudad le fue particularmente hostil, no solo por su personalidad que rayaba en la insignificancia, sino además por haber tomado partido por Wagner, con lo que se ganó el rechazo de muchos músicos opuestos al estilo wagneriano y a sus ideas políticas.

Cuando en 1877 dirigió su Tercera Sinfonía, porque ningún otro director quiso ocupar ese lugar, la función fue boicoteada con gritos y risas, y cuando finalizó la obra y enfrentó a la platea, comprobó horrorizado que solo habían quedado 25 personas. Los músicos se fueron retirando discretamente dejándolo solo en el escenario. Sin embargo, un joven de la minúscula audiencia se acercó para expresarle su admiración: se llamaba Gustav Mahler.

Conductas extrañas y trastorno obsesivo compulsivo
Para colmo de males, las experiencias de Bruckner con el sexo opuesto fueron tan desalentadoras como sus intentos para hacer conocer sus composiciones. Su aspecto insignificante no generaba el más mínimo interés en las mujeres, a lo cual se agregaba una patética táctica de seducción que producía un rápido rechazo. Por otra parte, Bruckner poseía la peculiar tendencia a cortejar a mujeres adolescentes cuando él ya frisaba los cuarenta años. Como era católico práctico, no tuvo relaciones prematrimoniales y se sospecha que fue virgen toda su vida. Se le descubrió una agenda donde anotó minuciosamente el nombre, la edad y la dirección de numerosas jovenzuelas que lo cautivaron o que cortejó sin éxito. 

Este detallismo nos lleva a su principal afección: el trastorno obsesivo compulsivo. Estando en la calle solía contar el número de ventanas de un edificio, los adoquines del pavimento, los árboles o los ladrillos de una pared. Antes de comenzar una función se detenía leyendo la partitura de la obra y enumerando los compases para asegurarse que las proporciones eran estadísticamente correctas. Era frecuente que revisara repetidamente sus composiciones, haciendo modificaciones muchas veces innecesarias.

Su otra obsesión era la muerte, y cuando su madre murió, hizo fotografiar el cadáver, enmarcó la foto y la puso sobre su escritorio. Como allí estaba el piano donde sus alumnos practicaban, la imagen del cuerpo de la madre muerta era motivo de fascinación y asombro para los estudiantes.

Su obsesión con los muertos lo convirtió en asiduo concurrente a los velatorios y lo impulsó a visitar los cementerios y contemplar restos humanos de personas totalmente extrañas para él. En una ocasión pidió autorización para que se exhumara el cuerpo de una prima suya y contemplarlo, petición que le fue denegada por las autoridades del cementerio. 

Bruckner solicitó ver el cuerpo del Emperador Maximiliano, traído desde México, donde había sido ajusticiado. Cuando los restos de Beethoven y Schubert fueron trasladados a la necrópolis central de Viena, allí estaba él presente, acariciando y besando el cráneo de ambos compositores.

Los años de éxito
En 1868, este excéntrico personaje se mudó en forma definitiva a un pequeño departamento de tres habitaciones en el centro de Viena, donde daba sus clases de música y estaba siempre atendido por su fiel mucama Kathi.

En 1881 se estrenó en Viena su Cuarta Sinfonía, con una calurosa recepción por parte del público. Mayor éxito aún tuvo su Séptima Sinfonía, ejecutada esta vez en Leipzig, Alemania. Un crítico que presenció la obra describió que Bruckner estaba completamente emocionado, los labios le temblaban, y con los ojos humedecidos se esforzaba para no estallar en llanto.

La Séptima Sinfonía se siguió tocando con igual aceptación en otras capitales de Europa. Pronto sucedieron los reconocimientos; en 1891 recibió el Doctorado Honorífico de la Universidad de Viena y, poco después, el Emperador Francisco José le otorgó la Insignia Imperial. Cuando cumplió los 70 años hubo una celebración en toda Austria.

Bruckner falleció en 1896 a los 72 años; fiel a su obsesión por los muertos, había dado instrucciones de que su cuerpo fuera embalsamado. A su funeral asistió una multitud y el cortejo fue acompañado por el movimiento lento de su Séptima Sinfonía. 

                                 Funeral de Bruckner

Entre el público, acompañando emocionado el féretro, se encontraba Johannes Brahms, uno de sus principales detractores durante el período antiwagneriano. Fue una pena que Bruckner no lo pudiera ver, hubiera significado su mayor triunfo y gratificación.

Bibliografía consultada

·         Tom Service. Sex, death and dissonance: the strange, obsessive world of Anton Bruckner. The Guardian. 01/04/2014.

  • Milton Cross. Encyclopedia of Great Composer and their Music. Volumen 1, Doubleday 1962, New York.
  • Bruckner, Anton. Encyclopaedia Britannica, volumen 2, pág. 569-570, Chicago; 1995.


2 comentarios:

  1. Oswaldo C de Maryland4 de enero de 2018, 7:51

    Como siempre, magistral tu blog sobre la personalidad patológica y vida de Bruckner, Ricardo. Gracias por mandar.

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  2. Muy interesante Ricardo

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