El Papa guerrero
Corría
el año 1508, cuando los dos hombres se encontraron frente a frente. Uno de
ellos frisaba los 65 años, edad demasiado avanzada para una época en que el
promedio de vida no llegaba a los 50 años. Con su larga barba blanca y el pelo
canoso, algo cargado de hombros tenía todo el aspecto de un anciano, pero su
mirada expresaba una fuerza interior que hacía temblar a quienes convocaba a su
lado. Su hábito religioso, confeccionado con finísimas telas, señalaba el alto
rango que poseía. Cuando nació, lo bautizaron con el nombre de Giuliano della
Rovere, pero hacía 5 años que habiendo asumido como Sumo Pontífice, pasó a
llamarse Julio II.
Julio II (1443-1513)
Los
retratos de la época lo pintaron como un viejo bondadoso, pero la realidad era
otra. No estaba moldeado para ser Papa, si por tal se entiende la práctica del
amor, la paz y la humildad. Era violento, impulsivo, ambicioso, disoluto,
impetuoso en su cólera y terrible con quién no cumpliera sus órdenes. Porque
Julio II no sugería ni pedía, simplemente ordenaba. Había pasado más tiempo de
su vida portando el yelmo en lugar de la tiara. Era un condottiero de legiones más que un pastor de rebaño de fieles.
Antes y después de ser Papa había conducido ejércitos para recuperar los
territorios vaticanos dilapidados por su antecesor Alejandro VI, muerto en
forma misteriosa. Julio II había jurado que, si perdía una batalla nunca sería
tomado prisionero, porque en su morral llevaba un frasco con veneno dispuesto a
ingerirlo antes de caer en manos del enemigo.
Una relación tormentosa
Frente
a este temible personaje, se encontraba un hombre mucho más joven, sencillamente
vestido y que a todas luces se detectaba que era un artesano o un artista que
el Papa había convocado para encargarle una obra. Miguel Angel Buonarotti ya
era reconocido en toda Italia y considerado por muchos, el más grande escultor
de todos los tiempos. Su fama estaba respaldada por dos de sus obras cumbres:
el David y La Pietá.
Miguel Angel Buonarotti (1475-1564)
Hacía
tiempo que ambos se conocían, una relación plagada de escenas de amenazas,
respeto y mutua admiración. En una ocasión, escapando del agobiante control que
ejercía el Papa sobre sus obras, Miguel Ángel abandonó su trabajo y se refugió
en Florencia, su ciudad. Julio II le mandó varios mensajeros ordenándole el
regreso y ante la negativa de aquél, amenazó con invadir la ciudad con su
ejército. El artista no tuvo más remedio que presentarse ante el Papa quién
iracundo, le espetó su conducta, pero Miguel Ángel había adoptado una actitud
desafiante mientras los testigos de la escena temblaban por la suerte del pobre
escultor.
El
cardenal Soderini, queriendo conjurar la tormenta se excusó por el artista:
“Santo Padre, perdonad a este hombre, pues no sabía lo que hacía. Si ha pecado
ha sido por torpeza e ignorancia”. Julio II le aplicó un bastonazo al cardenal
mientras le dijo: “¡Infeliz! ¿Cómo te atreves a injuriar a mi escultor? ¡Tú
eres el ignorante y el pecador, sal de mi presencia!” Los lacayos cumplieron
con la ingrata tarea de arrojar al cardenal fuera de la estancia. Esa misma
noche Julio II y Miguel Ángel celebraron el encuentro como si nada hubiera
sucedido. De episodios como ese, estaba plagada la tormentosa relación entre
estos dos titanes.
¡Te ordeno pintar la
capilla!
Ahora
estaban reunidos nuevamente, el lugar era la capilla Sixtina y el escultor
estaba a la espera del nuevo pedido del Papa.
“Esta
capilla lleva su nombre en homenaje a mi tío Sixto IV”, comenzó a a decir Julio
II, “Las paredes, como tú sabes están pintadas por Botticelli, Perugino,
Ghirlandaio, quién fue tu primer maestro y otros más. Eso hace que la bóveda
quede completamente deslucida. Tú te encargarás de pintarla y decorarla,
transformándola en una de las maravillas de la humanidad”.
“Creo
no haberos oído bien”, le replicó Miguel Ángel, mientras miraba atónito el
techo de 540 metros cuadrados de superficie. El Papa nuevamente le explicó su
deseo y el artista estupefacto exclamó: “Su Santidad se burla de su pobre
servidor, yo soy escultor, mi oficio es manejar el cincel y la maza, jamás he
pintado en mi vida, e ignoro la técnica de los frescos. Los músculos de mis
brazos están hechos para enfrentar la dureza del mármol y no la delicadeza del
pincel”. Julio II impaciente le contestó que era una orden.
Al
poco tiempo Miguel Ángel después de haber montado los andamios, convocó a los
más grandes pintores expertos en la práctica del fresco y los hizo trabajar a
su lado. En pocas horas aprendió la técnica, les pagó generosamente y los
despidió. A partir de allí seguiría solo.
Comenzó
con el Diluvio Universal”, el tema que
le insumió el mayor esfuerzo, porque el fresco se desprendía hasta que logró
hacer la mezcla correcta. Pintaba acostado, con la pintura que le caía por el
brazo y le manchaba el rostro. Todo el cuerpo le dolía por la posición incómoda
y el brazo permanentemente levantado. Hubo momentos en que por el cansancio,
tenía una visión borrosa que le impedía pintar y en otras oportunidades, presa
de la desesperación abandonaba el trabajo temporariamente.
Con
el transcurso del tiempo fueron surgiendo los demás episodios bíblicos hasta
que al cabo de 4 años finalizó la obra más extraordinaria en la historia del
arte. Veinte años más tarde, a pedido del Papa Paulo III, pintaría El Juicio Final, en la pared del altar
de la capilla. Julio II no vería esta nueva maravilla, murió dos años después
que Miguel Ángel terminara la bóveda.
Fuentes
Sistine
Chapel. Encyclopaedia Britannica, tomo 10, pag 847. Edición 1995, Chicago.
Alejandro
Dumas. Pintores del Renacimiento. Ediciones Claridad, 2008, Buenos Aires.
Jeffrey D. The Sistine
Restoration. National Geographic. Diciembre 1989.
Stone
I. La Agonía y el Éxtasis. Grandes Novelistas. EMECE Editores, 1978, Buenos
Aires.
Gontard
F. Historia de los Papas, tomo II. Compañía Fabril Editora, 1961, Buenos Aires.
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