Sacramento, es la capital del estado de California, el más pujante y poderoso de los Estados Unidos. Su población apenas supera el medio millón de habitantes y es la séptima ciudad de ese estado. Sin embargo, todas crecieron gracias a Sacramento, o mejor dicho a un solo individuo, el aventurero John Suter, el hombre más rico del mundo y también uno de los más miserables.
Suter desembarca en el puerto de Nueva York en 1834, fugado de Europa donde se lo busca por negocios fraudulentos, falsificación y robo. Su prisa es tal por escapar de la justicia que en cuanto juntó un poco de dinero se embarcó en el Havre abandonando a su esposa y sus 3 hijos.
John Suter
En Nueva York realiza toda clase de trabajos, legales e ilegales, incluso se desempeña como dentista y tabernero. De Nueva York se traslada a Missouri donde finalmente se establece y gracias a su versatilidad para afrontar cualquier actividad se transforma en agricultor llegando a ser dueño de una pequeña granja. Pero el temperamento inquieto de Suter no está hecho para permanecer indefinidamente en un lugar. Delante de su hacienda pasa un desfile continuo de traficantes de pieles, cazadores y aventureros que relatan historias fascinantes del lejano oeste.
Suter vende todo, compra carros, caballos y unos cuantos búfalos y se dirige al oeste. En el camino pierde hombres que lo abandonan, mujeres que sucumben y búfalos que escapan o son comidos por la hambrienta caravana.
Después de mil peripecias y ya en California recorre a caballo el valle de Sacramento y lo ve tan fértil que decide asentarse allí. Se presenta ante el gobernador de Monterrey y consigue que le otorguen por 10 años, una vasta concesión de tierras. Fue un trámite rápido, en aquellos tiempos había que poblar esas zonas tan ricas y las transacciones se llevaban a cabo sin dilaciones ni formulismos.
Suter recordando su origen suizo, llama al lugar Nueva Helvecia. Orillando el río Sacramento se dirige a la tierra prometida a caballo con un rifle en bandolera y seguido por una enorme caravana de peones, decenas de carros con provisiones, enseres y armas, ganado lanar y búfalos.
La tierra es fértil y pronto rinde sus frutos y muchos labradores, abandonan las misiones vecinas y engrosan Nueva Helvecia. El éxito es gigantesco, los sembrados rinden el 500% de su beneficio y Suter se convierte en el proveedor de todos los veleros que hacen escala en California.
La ciudad de San Francisco en el siglo XIX
Planta también árboles frutales que son los hoy famosos frutales del estado. Suter es inmensamente rico, posee cuentas en bancos de Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Ahora tiene 45 años y se acuerda que hace 14 dejó una familia en Europa y la hace traer.
Todo marcha sobre ruedas, se lo considera el poseedor de una de las mayores fortunas del planeta, hasta que un aciago día de enero de 1848 se presenta ante Suter su carpintero. El hombre está excitadísimo, las palabras le salen a borbotones, Suter manda cerrar la puerta de la oficina a su secretario y queda solo con el carpintero. Éste extrae de una pequeña bolsa un puñado de arena del canal que se estaba construyendo y entre la arena, la tierra y los guijarros, brillan unas piedritas de áureo metal.
Al día siguiente Suter hace secar el canal e investiga la arena del fondo. Basta coger un cedazo, sacudirlo y las pepitas de oro surgen ante los ojos asombrados de los presentes. Suter, aventurero nato, se da cuenta inmediatamente que aquél no es un filón aurífero cualquiera, el oro está al alcance de la mano como nunca. Les hace jurar guardar el secreto a los presentes y regresa a la estancia. Mientras cabalga, los pensamientos desbordan su cabeza, sabe que su riqueza puede aumentar en forma fabulosa, pero no está tranquilo. Su olfato de buen conocedor de los seres humanos le anticipa un futuro trágico.
Efectivamente, ese día marca un punto de inflexión irreversible en la vida del magnate. El dato se filtra, dicen que fue una mujer y la noticia estalla en la colonia, en el país y en el mundo. De la misma forma que los conquistadores españoles trescientos años atrás enajenados por el oro diezmaron civilizaciones y arrasaron ciudades, hordas de individuos de toda calaña invaden las tierras de Suter. Son los buscadores de oro, que sólo conocen la ley del revólver, alud salvaje que destroza sus campos, su ganado y su vivienda. No hay fuerza del orden que los pueda contener y en pocos días el hombre más rico del mundo se transforma en mísero mendigo.
Buscadores de oro
Estamos en el año 1850, California fue sustraída a México y ahora es parte de los Estados Unidos. Sutter se presenta a los tribunales con sus títulos de propiedad reclamando la devolución de sus tierras, la expulsión de miles de colones que usurparon sus propiedades y cifras millonarias en concepto de indemnización. En un proceso que es histórico en los anales de la justicia del país, Suter gana el litigio y por fin después de semanas, desciende triunfante la escalinata de los tribunales.
Su alegría le dura pocas horas, se produce un motín en San Francisco, los miles de usurpadores buscan al juez para lincharlo, queman el palacio de justicia y destruyen totalmente la nueva granja que Suter había reconstruido en una zona aledaña. Uno de sus hijos muere asesinado, otro se pega un tiro para evadir la horda que venía a matar a toda su familia. Suter logra escapar milagrosamente.
Por las calles de San Francisco deambula un pordiosero con el cerebro desquiciado, de los bolsillos sobresalen los títulos de sus propiedades y camina penosamente, rondando siempre el palacio de justicia. Finalmente, en 1880, un ataque cardíaco pone fin a todas sus miserias. Hoy en día, una calle de la ciudad de San Francisco y un condado de California llevan el nombre de quién fuera el fundador de Sacramento y el hombre más rico de su tiempo.