Estamos acostumbrados a ver imágenes de la religión católica en instituciones públicas y nos habituamos a que formen parte del mobiliario. Su presencia afecta el pluralismo que debe primar en los ambientes no confesionales. Debido al acostumbramiento suelen pasar inadvertidos, sin embargo, pueden resultar irritantes para quienes profesan otros credos, aunque en última instancia son inocuos. No se puede decir lo mismo de las capellanías, secuelas nefastas que tienen su origen en la Constitución Nacional.
Si bien el artículo 14 de nuestra Carta Magna, sostiene la libertad de culto, el Estado reconoce un rango de privilegio para la iglesia católica. Abusando de esta prerrogativa, durante el siglo XIX, la Iglesia se infiltró en actividades ajenas a su quehacer específico, hasta que los presidentes Sarmiento y Roca la pusieron en caja y le quitaron atribuciones que actualmente dependen del Registro Civil.
Las capellanías surgieron por decreto de gobiernos de facto, una fue el vicariato castrense en 1957 por decisión del dictador general Aramburu. La otra capellanía fue la de los hospitales de la ciudad de Buenos Aires, creada durante el último año del Proceso.
Estas instituciones insumen costos que salen del bolsillo de los contribuyentes para solventar salarios, alojamiento, mobiliario y otros servicios.
Capellanías militares
El Vicariato Castrense constituye el apéndice más podrido de la Iglesia Argentina. Fueron capellanes los que bendijeron los aviones que bombardearon a la población en la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955. Durante la última dictadura ofrecieron una colaboración irrestricta con todos los procedimientos ilegales (secuestros, torturas, desapariciones y robos de bebés), realizados por las tres fuerzas. Brindaron apoyo psicológico para eliminar sentimientos de culpa en los militares con el argumento que era una cruzada contra el demonio.
La lista de capellanes y obispos castrenses acusados de colaboracionistas en los crímenes de lesa humanidad es larga y para una mayor información se puede consultar el artículo Iglesia y dictadura
La mentalidad antidemocrática y fundamentalista de estos personajes quedó expuesta, cuando ya en plena democracia, el obispo castrense Antonio Baseotto sentenció que al ministro de Salud Ginés García habría que colgarle una piedra al cuello y arrojarlo al mar.
Monseñor Antonio Baseotto
El comentario de este sujeto nos retrotrae a los vuelos de la muerte, cuyos ejecutores afortunadamente están en este momento siendo juzgados en el megajuicio de la ESMA.
También atacó a los judíos diciendo que la mayoría de la comunidad hebrea en el país “se dedica con mucha habilitad y muchísimas veces con muy pocos principios morales a grandes negocios”. Ver artículo completo
Con estos antecedentes, no sería sorprendente si en la oficina de Baseotto se encontrara un retrato de Tomás de Torquemada.
Capellanías hospitalarias
La presencia de capellanes en los hospitales porteños quedó en el centro de una polémica después de que el presbítero del Ramos Mejía, Fernando Llambías, en un arrebato místico de cruzado medieval, participó de un escrache con grupos católicos frente a la casa de una mujer víctima de la trata que había solicitado un aborto no punible. Curas y también monjas de la Iglesia Católica tienen un lugar de privilegio en los centros de salud frente a otros cultos y creencias, para brindar acompañamiento espiritual a los pacientes.
En algunos hospitales, las salas se convierten en sitios de proselitismo religioso y los enfermos quedan a merced de los prejuicios y presiones de ciertos grupos que pretenden “convertirlos”.
La periodista Mariana Carbajal consultó a un rabino, a un pastor protestante, a un doctor en Sociología e investigador del Conicet y a una legisladora, para opinar sobre el tema. Ver nota completa.
El pastor Orlov, con larga militancia en el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, considera que la situación actual es “sumamente aberrante”. A su criterio, las capellanías en hospitales públicos significan “la función de un espacio público como un monopolio de una sola corporación”. Los miembros de otras religiones no tienen espacio institucional como el que beneficia a los sacerdotes católicos.
El rabino de la Comunidad Bet El, Daniel Goldman, consideró que el acompañamiento a los pacientes “debe estar desligado de situaciones específicas que tengan que ver con doctrinas”. No somos autoridad para andar diciendo qué se debe hacer y qué no”, dijo puntualmente sobre un caso de una mujer que solicitaba un aborto.
Rabino Daniel Goldman
Para el profesor Juan Esquivel de la UBA y la Universidad Nacional Arturo Jauretche, la presencia de capellanes en hospitales públicos es un eslabón más de la larga cadena que sujeta al Estado con la Iglesia Católica en Argentina y señaló que “todos los ciudadanos contribuimos a través de nuestros impuestos para el sostenimiento de estos sacerdotes católicos”.
En la sesión del 18 de octubre, la Legislatura porteña aprobó un pedido de informes que apunta a conocer cómo supo el capellán del Ramos Mejía la identidad y el domicilio de la mujer que pidió el aborto no punible, datos que le permitieron participar de un “escrache” frente a la casa de la joven, acompañado por integrantes de organizaciones católicas, que pretendieron intimidarla y presionarla para que desistiera de su decisión. Esa iniciativa también fue impulsada por Alegre y luego consensuada con el macrismo, y contó con el respaldo de todo el cuerpo.
Ante todos estos actos reñidos con los principios más básicos de la doctrina cristiana, el Episcopado siempre guardó un silencio cómplice.
Recientemente una declaración del Grupo de Curas en la Opción por los Pobres fue lapidario con estos señores vestidos de púrpura: “Nos escandaliza que ante la sociedad parezca que usar preservativo sea más grave que la tortura; que el sexo pre-matrimonial sea más grave que violar mujeres detenidas-desaparecidas; que engendrar hijos fuera del sacramento del matrimonio sea más grave que apropiarse de niños después de tirar al mar a sus padres, que la homosexualidad es una enfermedad perversa y más grave que ser un torturador o presenciar con sadismo y complicidad sesiones de tortura, que el aborto de una mujer angustiada en su situación de embarazo no deseado o provocado sea tenido por genocidio y como algo mucho más grave que arrojar personas vivas al mar, atadas, dopadas y secuestradas”. Ver artículo de Washington Uranga