El hombre alcanza el punto más alto de la montaña, ha ordenado al resto de la expedición que lo aguarde más abajo, porque quiere llegar solo a la cima. A semejanza de sus compañeros, tiene aspecto mugriento y su ropa está hecha jirones. Avanza con los pies llagados y los ojos febriles, su rostro enflaquecido muestra las huellas de días y noches sin dormir, hostigado por toda clase de insectos después de atravesar una selva hostil llena de pantanos y ciénagas de aguas putrefactas.
Hace 24 días que partió la expedición, siempre rumbo al oeste, abriéndose a machetazo limpio por esa selva impenetrable que no parecía terminar nunca, pero ahora, el hombre está llegando a la cima de la montaña y empieza a clarear el día. Entonces, inundado de emoción se abre ante su vista el nuevo océano, ese mar desconocido del que le hablaron los indios. Dirige su vista hacia el este y ve el océano Atlántico, ese mar familiar que atravesó cuando salió de España escondido dentro de un tonel.
El hombre tiene conciencia clara de que es el primer europeo, no sólo en descubrir el nuevo mar, sino en poder ver desde un mismo lugar ambos océanos. Es el 25 de septiembre de 1513 y Vasco Nuñez de Balboa, llama al resto de sus compañeros para que compartan con él la felicidad que lo embarga.
El puñado de 60 soldados, un depojo viviente, es lo que queda de la expedición de 190 entusiastas que partió desde la otra orilla en el istmo de Panamá, los demás quedaron en el camino muertos por las fiebres, las flechas de los nativos y el agotamiento. El sacerdote entona el Tedeum y aquellos seres de aspecto miserable, capaces de los más grandes sacrificios y que mezclan un alto sentido del honor con las peores vilezas, se arrodillan devotamente para agradecer a Dios el nuevo mar conquistado para los reyes de España.
Balboa en las aguas del océano Pacífico en la ceremonia de posesión para la corona de España
A Balboa se le habían concedido tierras para trabajar como colono en la isla La Española, pero su temperamento no estaba hecho para agricultor. Como a muchos otros que partieron de España, sus objetivos eran la aventura, la fama y el oro. Acosado por los acreedores, se escondió dentro de un tonel y logró introducirse como polizón en la expedición que partía rumbo a Panamá bajo el mando de Martín Fernández de Enciso.
El operativo tenía por objeto asistir a la colonia de San Sebastián en la costa colombiana de la que habían recibido angustiosos pedidos de auxilio. En el camino rescatan un bote abarrotado de hombres al mando de Francisco Pizarro, quién le informa a Enciso que son los únicos sobrevivientes de aquél poblado.
Ya no hay razón para continuar el viaje y el capitán decide el regreso. En ese momento surge el carácter indómito y avasallante de Balboa quién arenga a la tripulación y la convence de seguir adelante en busca de las posibles riquezas del nuevo continente.
Enciso debe haberse arrepentido de no haber arrojado al mar al tonel con Balboa adentro y más aún cuando ya en tierra, instigados por éste, la tripulación se rebela contra el correcto e incorruptible, pero débil Enciso, que termina huyendo a España. América no es lugar para legalistas, sino para aventureros inescrupulosos.
Balboa subyugado por los informes de oro en abundancia que le relatan los prisioneros indios después de un feroz sometimiento, se decide a la gran aventura. El cacique Comagre le había informado que cruzando el istmo encontrará un mar inmenso en el que desembocan ríos que contienen oro.
Todos estos recuerdos pasan por la mente del hombre del tonel, mientras se encuentra ante la vista de ambos océanos. Ahora sabe que puede regresar triunfante y que dejará de se un perseguido por la justicia cuando le informe al monarca que descubrió un nuevo mar y tierras llenas de oro. El precioso metal no aparece, pero en su lugar los indios de la costa del Pacífico le obsequian gran cantidad de perlas y le hablan de un reino donde abunda lo que los españoles más anhelan: el oro.
Balboa es consciente que con el puñado de hombres que lo rodean no podrá conquistar un imperio y decide el regreso que resulta tan penoso como la ida. Al llegar a la costa Atlántica se encuentra con que arribó una gran expedición al mando de Pedrarias quién más tarde le tiende una celada y manda un grupo de hombres armados a su encuentro. Uno de ellos se adelanta y se aproxima sonriente a Balboa quien lanza un suspiro de alivio al reconocer a su viejo compañero y camarada de armas. Pero Francisco Pizarro le pone pesadamente la mano sobre el hombro y lo declara preso. Será él quién tendrá la gloria de conquistar el imperio de Atahualpa y lo hará diezmando indios bajo el grito de guerra “¡Santiago!”, esa curiosa costumbre de los conquistadores españoles de escudarse en la religión para acometer las peores atrocidades en su afán por el oro.
Días más tarde, en el pueblo de Acla, hoy inexistente, Balboa sube al patíbulo; un toque de tambores llama a silencio y el heraldo anuncia: “Esta es la justicia que el Rey impone a los traidores y usurpadores de la Corona”. Balboa indignado manifiesta que son todas mentiras hasta que de un hachazo el verdugo acalla sus gritos y cierra para siempre los ojos que por primera vez tuvieron el privilegio de contemplar los dos océanos.
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