Me llamo Griet, en realidad ese era mi
nombre hace ya mucho, mucho tiempo. El público que me contempla, los curadores
que me observan para luego escribir elaborados comentarios, los artistas que gustan
del juego genial de luces y colores que forman mi rostro, los restauradores que
me penetran con sus miradas tratando de desmenuzar los trazos y capas de
pintura, todos ellos me llaman “La joven
de la Perla”. No tengo nombre propio, me identifican por un adorno, la
perla que pende de mi oreja y da más vida a mi rostro. Podría también ser la
joven del turbante, o más precisamente del turbante azul, porque en realidad lo
que más se destaca es el lapislázuli del turbante, uno de los pigmentos
favoritos del maestro que me formó.
Sin embargo, pasé a la historia como La joven de la Perla y cuando oigo esa
palabra siento el aguijón del estilete en el lóbulo izquierdo que me hizo mi
amo, el artista Vermeer. Confieso que cuando me pidió, casi me exigió, que me
pusiera la perla me pareció un capricho y peor aún, la joya pertenecía a su
esposa. Era una locura. Que yo, la mucama al servicio de la familia Vermeer me
pusiera la joya de mi ama, en ese círculo de rígido puritanismo que reinaba en
la Holanda del siglo XVII y más en ese pequeño pueblo de Delft, donde todo se
sabía. ¡No!, aquello era una transgresión gravísima.
La joven de
la perla. Johannes Vermeer
Yo de pintura soy ignorante, pero sé
reconocer la belleza en una tela. Cuando entré por primera vez a limpiar el
atelier del amo quedé deslumbrada por esos cuadros, todos de escenas interiores
donde la luz entraba por una ventana volcando sobre las personas y los objetos
una delicadeza y pureza de colores virtualmente únicos y sublimes.
Mi
fascinación por aquellas pinturas no pasó desapercibida al sutil olfato de mi
señor que con paciencia me fue explicando como se preparaban los colores, como
se debían mezclar los aceites y combinar los pigmentos, para lograr esos tonos
únicos que brotaban de su pincel mágico. Me sentía importantísima dentro de ese
templo del arte viendo como de las mezclas que ayudé a elaborar brotaban rostros,
flores, objetos y vestidos, de trazos perfectos y magníficamente iluminados. Hasta
que un día, que marcó mi vida para siempre, el amo decidió pintarme.
Porque entonces él me amaba y yo lo
amaba, amaba su rostro, su obra sus gestos y su interés por mi. Nunca pasamos
de miradas cómplices, de un leve roce de su mejilla con la mía o cuando
imperceptiblemente tocaba mi mano por un instante fugaz mientras yo preparaba
sus colores sobre la pesada mesa de roble del atelier. No podía ser de otra
manera, un affaire entre nosotros hubiera sido devastador.
Johannes
Vermeer (1632-1675) Autorretratro
Recuerdo que me llevó junto a la
ventana mientras me observaba detenidamente, entonces me pidió, más
precisamente me ordenó quitarme la cofia, ese símbolo de color blanco que
define a las mucamas y a las mujeres de clases inferiores. Me sonrojé porque
fue como si me desnudara. En su lugar me colocó un turbante azul con una
prolongación que llegaba hasta el hombro. Después vino la escena de la perla.
Esa tarde estaba aterrada, pero la
mirada del amo mezcla de ruego y de orden me paralizó, al fin y al cabo lo
amaba y dejé que me perforara la oreja y que me colgara esa sortija con forma
de lágrima. Cuando mi ama, la señora Catharina , vio días después el cuadro ya terminado
me echó de la casa. Nunca
más vería al amo, ni prepararía sus colores ni sentiría su presencia cálida
sobre mi hombro. Salí acongojada sin saber que al mismo tiempo yo, Griet, ingresaba
a la inmortalidad como La joven de la Perla.
Como les dije, al principio creí que lo
de la perla era un capricho, sin percibir que el talento de mi amo no podía equivocarse
al elegir un adorno o un ángulo preciso de luz. La perla fue un toque genial en
mi rostro, un detalle sublime digno de un genio como era él, de mi maestro, el
señor Vermeer y así lo reconoció la posteridad que me puso el nombre con que
todos me conocen.
Ahora estoy en la Galería Real de
Mauritshuis donde soy la principal atracción, la Mona Lisa del norte, así
me dicen. Mucha gente pasó ante mi, miles, millones, pero hubo una persona que
me intrigó profundamente. Vino tantas veces a contemplarme que perdí la cuenta,
era pequeño, tenía cara de pajarito y vestía con elegancia. Las primeras veces
me miraba intensamente, me estudiaba con detalle mientras hacía bocetos en una
carpeta cambiando de ángulos y de distancias. Esta danza de miradas y
movimientos terminó bruscamente cuando los alemanes nos invadieron y yo junto
con otras obras fuimos a parar a diversos sótanos para escapar de la rapiña
nazi.
Hans van Meegeren (1889-1947).
Sin embargo, quedó una copia mía,
idéntica, perfecta que aquél hombrecito cambió a los nazis por varias pinturas
verdaderas que ellos habían sustraído a los museos de Holanda. Hans van
Meegeren, así lo citaban los periódicos, estaba condenado a muerte, pero cuando
se comprobó que había entregado copias para recuperar obras originales saltó a la gloria. Cambió su rumbo
hacia el cadalso por el de la fama, su rótulo de colaboracionista por la
admiración y la popularidad, su estigma de traidor por el de héroe de guerra.
Hans van
Meegeren ante el juzgado que lo condenó por entregar pinturas a los nazis y
posteriormente absuelto y reivindicado.
Hans van Meegeren me copió. Yo, que
conocí a mi amo, que lo ayudé a preparar los colores haciendo complejas
combinaciones de sustancias y vi como cambiaba de pincel y con que exquisitez
lo manipulaba según los detalles de la pintura, quedé maravillada ante la copia. Porque además
de la técnica extremadamente difícil, es imposible estar en el espíritu y en el
estado de ánimo de Vermeer, la pasión con que me pintó. Lo que no pudo hacer
con mi cuerpo lo volcó en ese cuadro, me poseyó con el arte, no a mi persona y
eso influyó en su obra.
Sí, el hombrecito también me amaba, su
amor lo capté al instante en la fuerza de su mirada cuando me contemplaba en la galería. Era una
mezcla de pasión y de obsesión necesarias para poder plasmarme a semejanza de
lo que hizo mi amo.
Pasé por muchas manos, recorrí países
y conocí otros museos. Me miraron con lupa y técnicas especiales, fui
discutida, comentada, analizada y siempre admirada. Mi copia está en la National Gallery
de Washington, donada por el magnate Mellon. ¿Es esa mi copia… o soy la
original? Sólo yo lo sé.
Scarlett
Johansson en el papel de Griet, de la película inglesa La joven de la perla de Peter Webber (2003)
Hermosamente contada en primera persona la historia de la protagonista de esta bellísima pintura.
ResponderEliminarEn el siglo XVII, Griet, una chica de 16 años, vive con su familia en el barrio más pobre de Delft. Cuando el padre de Griet queda ciego en un accidente sufrido en un horno de cerámica, la joven se ve obligada a emplearse como criada en casa del pintor Vermeer.
Mientras sirve allí, la zona donde vive su familia es atacada por la peste bubónica, y la hermana de Griet fallece.
La relación de Griet con Vermeer va cambiando a medida que pasa el tiempo. Así comienza a hacer recados y tareas para él, pero sin que lo sepan los de la casa. Y cuando la modelo del pintor cae enferma, ella toma su lugar.
Vermeer pinta a Griet, pero la obliga a ponerse los pendientes de perlas de la esposa. Cuando ésta se entera, Griet debe marcharse.
Diez años más tarde, casada y con dos hijos, es llamada a la casa del pintor. Vermeer ha muerto y como parte de su último deseo, recibe los dos pendientes de perlas.
Gracias, saludos
Aplausos para Ricardo y para María Inés; engalanan el idioma con textos bien contados, plenos de cultura y sensibilidad. Gracias. Magdaluz
ResponderEliminarGracias Ricardo, me gusto mucho.
ResponderEliminarLa comparti en redes sociales,
Un abrazo!
Es uno de mis diez cuadros favoritos.
ResponderEliminarEs interesante que hagas reseñas de la historia oculta de las obras de arte. Suele ser apasionante.
Esta obra pictórica demuestra que Vermeer era mucho más que un pintor de encantadoras escenas de género de la vida cotidiana a pequeña escala. Era un auténtico seductor visual. Atrae al espectador hacia el lienzo a través de la mirada por encima del hombro de la joven. Los labios entreabiertos crean sensualidad y misterio, y su turbante añade exotismo a esta mezcla seductora.
ResponderEliminarBreve y exacta descripción, me hizo mirar el cuadro otra vez y lo encontré más seductor, sensual y exótico. ¡Chapeau, Amaranta!
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