El
robusto caballo percherón arrastra el carromato por las calles de París.
Sentada sobre una simple tabla, bamboleándose por las desigualdades del
pavimento y sencillamente vestida, María Antonieta se dirige hacia la muerte. Una
simple cofia, como la de cualquier campesina, reemplaza a los costosos
sombreros que solían adornar su cabeza. El verdugo lleva cogido el extremo de la larga
cuerda con la cual ató a la espalda las manos de la reina, como si hubiera
peligro de que su víctima, rodeada por dos filas de soldados, pudiera saltar
del carro y mezclarse con la multitud. A lo lejos sobre un estrado se perfila
la imagen de la guillotina.
María
Antonieta se mantiene erguida, la mirada al frente ignorando al populacho, que
observa la escena en silencio. Es el mismo pueblo que la vivaba al grito de ¡vive la reine! y agitaba los sombreros
las pocas veces que de Versailles se trasladó a París para presenciar alguna
función teatral o asistir a fiestas palaciegas. Entonces iba en el mejor
carruaje, cubierta de joyas y con el costoso vestido que solo usaría ese día,
porque la reina cambiaba su atuendo los 365 días del año.
La corte de Versalles
con su conducta frívola e indolente, en la cual ella era la figura principal,
se había apartado tanto de la verdadera Francia que no advirtió las nuevas
corrientes que en forma creciente y amenazadora agitaban al país. Una burguesía
desconforme impregnada de las ideas de Jacobo Rousseau, miraba con cierta
admiración los derechos de la sociedad inglesa. Los que regresaban de la guerra
de la independencia norteamericana, hablaban de un país que suprimió las clases
sociales y estaba gobernado por una elite política pujante y esclarecida.
Ajena
a todos estos cambios, María Antonieta había vaciado las arcas del estado con
sus costosas joyas, los bailes y festines en el Trianón, el pequeño castillo
que había hecho decorar con lujo extravagante, haciendo pasar por los jardines
un arroyuelo artificial con cascadas y agua traída por tuberías. El lugar donde
se representaban piezas teatrales, se bailaba y se jugaba a las cartas hasta
que despuntaba el sol o se había agotado el dinero disponible para ese día.
El Trianon
Las
pocas horas que restaban de la mañana siguiente la reina la dedicaba a una
rutina tan superficial e intrascendente como estricta. La actividad se iniciaba
con el ingreso de la camarera principal acompañada de la primera doncella.
Ambas tenían a su cargo los guardarropas de María Antonieta quién debía decidir
el vestido que usaría ese día de los cientos que poseía según la temporada del
año y las actividades del día. El segundo cuidado era el peinado, para ello llegaba
todas las mañanas desde París el peinador real en carroza de seis caballos.
Este proceso consumía un tiempo sustancial, porque los peinados de la reina muy
elaborados, variaban cotidianamente y se caracterizaban por verdaderas torres
capilares mantenidas gracias a ocultos refuerzos y a postizos mechones, a tal
punto que hubo que elevar los dinteles de las puertas para que la reina y su
séquito de damas no tuvieran que agacharse. Todos los retratos realizados por
la pintora real, la brillante Elisabeth Vigée-Lebrun dan fe de la compleja elaboración
que existía sobre la cabeza de la reina y sus damas de honor.
María Antonieta (1755-1793) por
Elisabeth Vigée-Lebrun, Museo de Viena
El
tercer cuidado eran las alhajas, la mayor debilidad de María Antonieta. Jamás pudo
resistirse cuando esos astutos y persuasivos joyeros venidos de Alemania y de
Holanda, le mostraban en estuches de terciopelo, collares de perlas, anillos de
diamante, broches, diademas y pulseras engarzadas de piedras preciosas. Después
venía el almuerzo y a este le seguían representaciones teatrales en el Trianón,
bailes de máscaras y corrillos cuya única conversación era el chismerío del día
sobre los temas más triviales.
María
Antonieta se casó con el delfín en 1770 y cuando Luis XV falleció cuatro años
después, el delfín se transformó en Luis XVI y ella en reina de Francia. Ambos sin
proponérselo, constituyeron el equipo perfecto para despertar la pasión
revolucionaria en todos los estratos de la sociedad francesa que terminaría
sesgando no solo la monarquía sino también sus cabezas.
Luis
XVI era un pusilánime, totalmente indeciso cuyo principal interés era la caza y
las comidas. Su diario es la muestra cabal del mediocre por excelencia. En él
abundan anotaciones sobre las piezas cazadas y escasean los registros de la
situación política de Francia. Carente totalmente de carácter, voluntad y
decisión, era la antítesis de su antepasado Luis XIV, aquél que acuñó la famosa
frase: ”el Estado soy yo”.
Luis XVI (1754-1793). Antoine
Callet, Museo del Prado
María
Antonieta tenía total libertad de acción, sin mayor dificultad habría podido
ocupar el espacio vacío dejado por su esposo, como lo hicieron otras reinas en
distintos tiempos de la historia. Si hubiera gobernado con prudencia, visitado
a su pueblo, interiorizándose de sus problemas y viviendo con más austeridad,
otro hubiera sido su destino. Tenía inteligencia para todas esas funciones,
pero detestaba leer los documentos oficiales y le aburrían sobremanera los
informes de ministros y diplomáticos.
En
vano su madre, la emperatriz María Teresa de Austria la regañaba continuamente
a través del intercambio epistolar para que gobernara más y se divirtiera menos.
Igual suerte corrían los emisarios de la embajada de su país. Porque María
Antonieta, nacida en un palacio real, educada en los principios de la
legitimidad, convencida de su derecho a reinar como un don divino y encerrada
en su mundo ficticio, no tomó conciencia de los tremendos cambios que se
estaban produciendo en Francia.
Cuando
llega el 14 de julio de 1789 y se produce la toma de la Bastilla, el rey
vacilante, en lugar de censurar a la Asamblea Nacional hace concesiones
desprendiéndose de toda su dignidad, inclinándose tan profundamente ante sus
adversarios que su corona rodó por el suelo. Los acontecimientos se precipitan,
la revolución no puede detenerse y el blanco principal y centro de todas las
culpas es esa austríaca a quién el pueblo la llama “madama déficit”. Hace tiempo que profusamente circulan libelos,
folletos y pasquines acusando a María Antonieta de toda clase de delitos
incluyendo, actos de espionaje contra la Revolución, la participación en orgías
en el Trianón y hasta relaciones incestuosas con su hijo de tan solo 9 años. Es
cierto que ella es una de las principales causas del descalabro económico y
también es cierto que trató de alentar a su hermano para que con un ejército invadiera
Francia y restablezca el orden. Lo demás son calumnias, pero el ciudadano
común, consciente del contraste entre su pobreza y el lujo dispendioso de la
monarquía y la nobleza, está dispuesto a creérselo todo.
En
los meses siguientes a la toma de la Bastilla, se desploman todas las
estructuras del feudalismo, se restringe el poder de la Iglesia, se establece
la libertad de prensa y son proclamados los Derechos del Hombre; se ha cumplido
el sueño de Rousseau. Luis XVI ya es un monarca sin poder, pero la Revolución
no se detiene y debido a varios intentos de ataques del populacho a Versailles
y temiendo una fuga de los reyes, la Asamblea Nacional ordena que sean
trasladados a las Tullerías. Si bien se trata de un palacio confortable ya que
allí vivían antiguamente los monarcas, Luis XVI y María Antonieta son
perfectamente conscientes de que están prisioneros, han perdido todo poder y no
son dueños de sus destinos. Intentan un escape pero son detenidos en la
localidad de Varennes el 21 de junio de 1791, a dos años de iniciada la
Revolución.
La
fuga de la real pareja empeora su situación y el 13 de agosto son llevados a la
fortaleza del Temple, pero no a los cómodos salones donde antiguamente vivían
los caballeros templarios, sino a la lóbrega torre del edificio donde es
imposible todo escape. Ese mismo día, la guillotina es sacada de la Conserjería
y trasladada a una plaza de París. Francia debe saber que ya no impera sobre
ella Luis XVI, ahora reina el terror. Cinco meses después el rey es
guillotinado y María Antonieta, ahora viuda de Capet es trasladada a una húmeda
y oscura celda de la Conserjería de donde solo se sale para morir.
Juicio a María Antonieta por
Pierre Bouillon
Después
de un proceso, que se puede considerar como infame, ya que se buscaron falsos
testigos y le retacearon abogados, María Antonieta es condenada a muerte. Las
crónicas resaltan que durante el juicio se mantuvo digna y serena, respondiendo
con precisión todas las acusaciones y sin caer en los enredos y celadas que le
tendía el fiscal Fouquier-Tinville.
El
carromato avanza hacia la plaza donde se encuentra la guillotina, María
Antonieta, sus manos atadas a la espalda, sigue erguida con la vista fija en la
siniestra herramienta que pondrá fin a su vida. Es el 16 de octubre de 1793, la
mañana es atroz y verdadera y la que fue reina de Francia tiene solo 38 años,
pero es una mujer envejecida y canosa. Así la bosqueja Jacques-Louis David, el
genial pintor de la Revolución Francesa, cuando el carromato pasa a su lado.
Trazado en lápiz de María
Antonieta camino al cadalso por el pintor David
Rechazando
toda ayuda, la reina sube los escalones de madera del cadalso, siempre erguida,
como si lo estuviera haciendo por las escalinatas de Versailles. Con un empujón
la arrodillan en la guillotina, la cuchilla cae zumbando y el verdugo exhibe la
cabeza sangrante de María Antonieta, mientras la multitud grita: “¡Vive la Republique!”
En
menos de un año, ascenderán al mismo cadalso el fiscal Fouquier-Tinville,
algunos de los testigos del juicio, Hébert el director del periódico más virulento
contra la reina, Danton, Desmoulins y Robespierre. La revolución comenzaba a
devorarse a sus hijos.
Stefan
Zweig. María Antonieta. Editorial Juventud Argentina, Buenos Aires 1945.
Marie
Antoinette. Enciclopaedia Britannica, tomo VII, pag 844, Chicago 1995.
Andre
Maurois. Historia de Francia. Compañía Fabril Editora, Buenos Aires, 1964.