Acaba de fallecer Ray Bradbury a la edad de 92 años. Sus cuentos y novelas me acompañaron durante mi juventud y parte de mi vida adulta y le estoy muy agradecido por los fascinantes momentos de lectura que me brindaron. No todas sus obras son brillantes, hay altibajos, pero las buenas están en el tope de la literatura fantástica.
Es difícil encasillar a qué género literario perteneció Ray Bradbury, pero no queda otra que ubicarlo en el de ciencia ficción. Es interesante ver como el escritor priorizó en sus obras la belleza poética por sobre los aspectos técnicos y científicos. Escritores de la misma talla como Isaac Asimov, cuyas novelas son excelentes, trataron de dar a sus obras una pátina científica, aplicando sus conocimientos de física en los relatos. Pero siempre terminan enfrentados con muros que no pueden traspasar, ya que es imposible adecuar un razonamiento lógico a viajes interplanetarios con naves que, incluso dentro de nuestra galaxia, tardarían décadas en llegar al sistema solar más cercano.
Ray Bradbury rompió con ese esquema y el mejor ejemplo son las Crónicas de Marte, donde los colonizadores no necesitan equipos especiales para sobrevivir en la atmósfera del planeta y se comunican con los marcianos en perfecto inglés. Sucede que quién lee a Bradbury hace abstracción de estos absurdos para sumergirse y gozar de sus relatos. Porque ellos tratan temas perennes de toda la humanidad: la guerra, el impulso autodestructivo del hombre, el racismo y la insignificancia del ser humano ante la naturaleza y el universo.
Las historias marcianas llegaron a la Argentina pocos años después, de la mano de Francisco Porrúa de editorial Sudamericana. Porrúa fue el visionario que editó por primera vez Cien Años de Soledad y en las Cronicas de Marte eligió nada menos que a Jorge Luis Borges para que escribiera el prólogo. “Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la época, pero Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria”, planteó Borges.
Bradbury también incurrió dentro de la ficción en el género distópico, que es aquél que se define como lo opuesto a la utopía. Recrea sociedades imaginarias con alta carga de injusticia y sobre todo opresivas en todos sus aspectos. En resumen, la tiranía perfecta. Bradbury se nutrió en Wells, una de sus raíces, al escribir Fahrenheit 451, que tiene aristas similares al 1984 de Orwell.
El título hace referencia a la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, equivalente a 233º C. Hay pocas situaciones que puedan ser más aberrantes que la quema de libros. Son la expresión de total intolerancia, de negar al otro la información y el conocimiento que al dictador no le gustan. En una palabra sumir en la ignorancia a la sociedad dominada, que sólo tendrá acceso a la literatura aprobada por el régimen que la oprime y controla.
El mismo Bradley, al referirse a su obra, no ocultó el rechazo que le producía la quema de libros: “La imagen más fuerte que me ha acompañado durante toda la vida ha sido la de las quemas de libros. Soy un habitante de bibliotecas desde siempre. Fui un niño pobre, así que todo lo que leí lo leí en las bibliotecas. Si tocas una biblioteca, me tocas el alma.”
La quema de libros se remonta a principios de la Edad Media, pero los episodios más resonantes fueron los promovidos por la Iglesia Católica a través de su brazo punitivo, la Inquisición. Dos ejemplos históricos fueron la quema de las obras de Servetius y las de Giordano Bruno, que en este caso incluyeron a los propios autores consumidos en la pira. Ya en el siglo XVIII, la Inquisición se tornó más benévola y optó por poner los libros considerados herejes en el Index Librorum Prohibitorum. Demás está decir, que las obras más destacadas de la humanidad fueron a engrosar la lista de este deplorable catálogo que finalmente dejó de existir en 1966.
Goya: Tribunal de la Inquisición
El siglo XX fue testigo de quema de libros y el caso más resonante fue el ocurrido durante la Alemania de Hitler en 1933, donde se quemaron miles de libros, la mayoría de judíos, considerados antigermanos. El régimen de Pinochet produjo un episodio semejante y en nuestro país, durante la dictadura iniciada en 1976, hubo una monumental quema de libros. Vale la pena citar las palabras del genocida Luciano Benjamín Menéndez en aquella ocasión en que el fuego devoró obras de Proust, García Márquez, Cortázar, Neruda, Vargas Llosa, Saint-Exupéry, Galeano y muchos otros más: “Lo hacemos a fin de que no quede nada de estos libros, folletos, revistas, para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos". Y agregó: "De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina".
Fahrenheit 451, es por lo tanto una obra emblemática y esclarecedora que va a denunciar a lo largo de los tiempos estos hechos monstruosos. En Estados Unidos no hubo quema de libros, pero Bradbury la escribió en 1953 con el macartismo en todo su apogeo. Hubo presiones del tristemente célebre senador contra varias publicaciones y muchas bibliotecas optaron por retirarlas de sus estantes, lo cual es lisa y llanamente un acto de censura. Fahrenheit 451 fue una expresión de repudio al macartismo.
En Fahrenheit 451, Bradbury, lleva genialmente la quema de libros a un grado de delirio extremo. En el país imaginario de la novela, son los bomberos quienes con los roles invertidos se encargan de quemar los libros indeseables para el régimen, de sus mangueras en lugar de agua surgen llamaradas de napalm. La novela que agotó ediciones, fue llevada a la pantalla por el cineasta francés François Truffaut.
Escena de la película Fahrenheit 451
No leí a Bradbury, y con tu comentario y el de Borges me despertó interes en leerlo.
ResponderEliminarDale que te va a gustar
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