Bajo el título de Fouché, el genio tenebroso, Stefan Sweig con prosa brillante rescata de un inmerecido ostracismo a este personaje contemporáneo de la revolución francesa. Los historiadores le quitaron trascendencia y lo enviaron al cajón de los postergados, en parte porque les resultaba un sujeto repulsivo indigno del respeto de la posteridad.
Joseph Fouché
En efecto, Joseph Fouché alumno ejemplar de Maquiavelo, ejerció un pragmatismo que superó los límites de la ética y su meta constante fue adquirir posiciones políticas relevantes y redituables aunque tuviera que dar una vuelta de campana a ideas y principios, que evidentemente no los tenía en mayor aprecio.
Es así que en esos años turbulentos, gracias a su sagacidad, inteligencia y fino olfato, logra no solo sortear la prisión y la guillotina sino que alcanza la cumbre del protagonismo durante ese período de la historia de Francia. Si como se verá luego, Napoleón hubiera atendido algunos de sus consejos, la historia de Europa, la de Francia y la del propio emperador, probablemente se habría modificado y para bien de los tres.
De joven Fouché sigue la carrera del sacerdocio que interrumpe antes de ordenarse al olfatear los cambios que se venían en Francia. Desaparecida la tonsura de su cabeza, se torna abiertamente anticlerical y como representante de Nantes en la Convención arrasa con las posesiones de la iglesia, especialmente en Lyon, donde bajo sus órdenes, las tropas de la revolución asesinan pobladores y destruyen parte de la ciudad. De girondino que cuestionaba la pena de muerte a Luis XVI, se transforma en jacobino acérrimo que vota para que ruede la cabeza de Luis Capeto.
A Fouché se le debe un manifiesto que por su contenido se puede afirmar que se anticipó a Marx en más de 60 años, constituyéndose en el primer comunista de la revolución. Ni Marat se atrevió a escribir postulados tan audaces sobre la propiedad de la tierra y los bienes de los poderosos.
Fouché logra sortear el odio de Robespierre, quién finalmente termina guillotinado, en parte por las maniobras subrepticias de aquél. Debido a discrepancias por su comportamiento, es perseguido por los revolucionarios debiendo vivir escondido y en la miseria durante 3 años. Siempre activo, porque a Fouché se le puede enrostrar cualquier término descalificador, menos el de haragán, monta una red de espionaje y la pone al servicio de Barras, presidente del Directorio. De comunista radical se transforma en capitalista y amigo de los banqueros, asciende a embajador en Holanda e incrementa su patrimonio financiero.
En continuo ascenso pasa a ser Ministro de Policía de Francia. Su red de espionaje, en permanente estado de refinamiento y eficiencia, le permite conocer el pensamiento de Josefina Bonaparte por un lado y por el otro el de Luis XVIII a través de su cocinero. Gracias a sus sabuesos, se entera antes que nadie que Napoleón regresa de Egipto, mientras en el gobierno lo consideraban un sujeto terminado.
Fouché comprende más que nadie que ante la anarquía del Directorio y con las potencias vecinas amenazando, Francia necesita un hombre que reúna en forma excepcional las condiciones de estadista y guerrero. Por lo tanto apoya la campaña política de Napoleón hasta verlo transformado en cónsul y autócrata de Francia.
Los primeros años del siglo XIX muestran a Napoleón como heredero y ordenador de la revolución, autor genial del Código Civil y completamente identificado con su país. A partir de 1804 después de autocoronarse Emperador, surge el Napoleón que solo piensa en Europa, el mundo y la inmortalidad.
Los roces con Fouché son casi permanentes, ambos tienen sus propios espías, pero los de Fouché son más hábiles, ambos se detestan y al mismo tiempo se necesitan. Napoleón no tolera a ese hombre inexpresivo que no pierde jamás su presencia de ánimo y que cuando amenaza con fusilarlo se limita a responder “Estoy en desacuerdo con usted, Sire”. Tres veces Napoleón en forma discreta y elegante se saca de encima a Fouché y otras tantas lo llama a su lado
El poder ofusca a Napoleón quién empieza a cometer errores, Fouché se los señala, pero el Emperador no lo escucha. Le insiste que no tiene sentido invadir España, aparentemente con el solo objeto de darle una corona a su hermano José. La campaña termina siendo desastrosa. La misma advertencia le hace cuando le declara la guerra al zar Alejandro y la Grande Armee termina empantanada y diezmada en las heladas estepas rusas.
Napoleón en su trono imperial
Francia le debe más de lo que cree a este sujeto inescrupuloso y siniestro. En circunstancias en que Napoleón se halla en campaña en Austria, los ingleses intentan apoderarse de Dunquerque y Amberes para luego avanzar sobre París. Fouché, con la celeridad del rayo recluta tropas, fortifica Amberes e inflige una dura derrota a los británicos.
Después de la campaña a Rusia y la derrota de Leipzig, se derrumba el imperio, París capitula y Napoleón es destronado y enviado a la isla de Elba. Talleyrand, el otro genio tenebroso que sirvió a Napoleón, ahora lo traiciona formando un nuevo gabinete en el que Luis XVIII es erigido rey.
Fouché al principio juega a dos puntas, pero luego se recluye prudentemente en su castillo de Ferrieres y espera. El tiempo volverá a jugar en su favor. Luis XVIII es un incapaz que no aprendió nada y que no comprende que después de 20 años el pueblo no esta dispuesto a una nueva generación de nobles.
Luis XVIII
Napoleón logra huir de Elba y como siempre, Fouché con su red de espionaje es uno de los primeros en enterarse. El rey desesperado lo convoca, Fouché con su fino olfato se niega. Se emite orden de arresto contra su persona y detienen su carruaje. Fouché sin perder su presencia de ánimo les dice: “No se detiene a un antiguo senador en plena calle” y los convoca a su palacio. Una vez adentro los invita a tomar asiento y les informa que ordenará algunos papeles y regresará. Los soldados esperan y Fouché no regresa, el astuto bribón escapa descolgándose por la ventana. “Verdaderamente es más listo que todos ellos juntos”, exclama a su regreso Napoleón y vuelve a convocarlo a su servicio.
Ahora la situación es diferente, Fouché no es más el obediente subordinado de Napoleón quién está ansioso de paz, pero ironía del destino, ahora nadie le cree, ni quienes están a su alrededor ni las potencias extranjeras. Aquél coloso de la historia está ahora en decadencia, descorazonado y confuso vaga por el palacio vacío, las cartas de paz que envía a las potencias son interceptadas en las fronteras y quedan sin respuesta. Todos los que lo adulaban ahora le dan la espalda y Talleyrand y Fouché empiezan, cada uno por su lado, a coquetear con Luis XVIII.
Después de la derrota de Waterloo, finalmente Napoleón redacta su abdicación y la entrega ¿a quién? a Fouché, quién como siempre la recibe impávido y se inclina. Fue la última reverencia ante quién fuera su Emperador. Nunca más volverán a encontrarse, Napoleón morirá en el exilio en Santa Elena y pasará a la historia como un personaje avasallante y el máximo héroe de los franceses. Fouché, también en el exilió terminará sus días en Trieste, viejo, achacoso y olvidado por sus contemporáneos y mal recordado por la posteridad.
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