sábado, 19 de febrero de 2011

Globalización y crimen organizado

El siguiente es un extracto del texto del mismo nombre producido por Raúl Zaffaroni miembro de la Suprema Corte de Justicia y Vicepresidente de la Asociación Internacional del Derecho Penal.
El texto completo se puede consultar haciendo click aquí.
Las ilustraciones son mías.



El poder planetario está marcado por tres revoluciones (la mercantil, la industrial y la tecnológica), que dieron lugar a tres momentos: el colonialismo, el neocolonialismo y ahora a la globalización. Este último lo marca una revolución técnica en las comunicaciones que provocó mayor concentración de capital, pérdida de poder de los estados, desplazamientos migratorios, incremento de las disparidades tecnológicas, desempleo, exclusión social y guerras. También aumentó la información disponible, las posibilidades de democratización del conocimiento y la integración de países en bloques económicos.
La moderna tecnología y la supresión de barreras agilita el desplazamiento de capitales en procura de más renta en menor tiempo, manejados por tecnócratas que no son sus dueños. Esto reduce el poder de los estados sobre los capitales e incluso su control. El objetivo de mayor renta en menor tiempo va venciendo todos los obstáculos éticos y legales, o sea, que produce una peligrosa desviación hacia lo ilícito.



La creciente pauperización de la periferia del poder mundial y los conflictos violentos impulsan a grandes masas de población a la emigración interna y externa. Esto genera otro tráfico ilícito y provoca un fenómeno de acumulación de riqueza y miseria en los limitados espacios urbanos, análogo al de la revolución industrial, con altos niveles de violencia criminal, sumada a la discriminación de los nuevos habitantes con peligroso renacimiento de ideologías racistas.


Las clases medias empobrecidas y las subordinadas que sufren la peor victimización coinciden en el reclamo de mayor represión, alimentado por la publicidad vindicativa del discurso único de medios, planetarizado por efecto de la propaganda del sistema penal de los Estados Unidos.
Los políticos sin poder para proveer soluciones estructurales –a causa del debilitamiento de los estados nacionales, por temor, por incapacidad o por oportunismo, optan por reducir su discurso a propuestas de mayor represión o segurismo interno.


Las leyes penales nunca eliminan los fenómenos, pues éstos no se evitan con papeles, pero habilitan un poder punitivo que se ejerce -por razones estructurales- en forma selectiva sobre los disidentes y los más vulnerables. En la práctica aumentan los ingresos de las organizaciones criminales y potencian su capacidad organizativa y tecnológica y, por consiguiente, su poder corruptor que involucra con frecuencia a los más altos niveles de autoridades estatales.


Se han cometido macrodefraudaciones internacionales protagonizadas por capital golondrina mediante ardides groserísimos, sin que sus perpetradores ni sus cómplices locales –ubicados en las más altas esferas del poder político- sufriesen la menor molestia por parte de estos organismos ni del sistema penal, pese a haber provocado la quiebra de enteras economías nacionales y con sospechosa complicidad de tecnócratas internacionales.
En este último sentido, puede afirmarse que ha surgido una macrocriminalidad económica que es la más alta manifestación de criminalidad organizada, inconcebible sin la participación por acción u omisión de los más altos niveles políticos de algunos estados, especialmente durante la última década del siglo pasado, encubierta con un discurso de fundamentalismo de mercado.



Todo ello sin contar con que la guerra al terrorismo degenera rápidamente en terrorismo de estado, que es una incuestionable manifestación de crimen organizado, esta vez desde las propias cúpulas del poder estatal. En el plano internacional se ha pretendido emprender una guerra preventiva contra el terrorismo, tomando prestado el término del derecho penal. El catastrófico resultado de esta intervención, el caso omiso a los más altos organismos internacionales, la falsedad de los motivos determinantes y la pretensión de un simulacro de proceso culminado en ejecuciones arbitrarias, han tenido el penoso efecto de desprestigiar a las organizaciones internacionales y echar sombras sobre los largos y costosos esfuerzos realizados desde la última posguerra para establecer una justicia penal internacional.
El escándalo no puede ser mayor y nuestra reacción como estudiosos del derecho debe ser proporcional. No está en nuestras manos sólo una cuestión menor, parcial o de detalle, sino la disyuntiva entre permanecer indiferentes, refugiarnos en un mundo normativo pletórico de dogmas desmentidos por la realidad cotidiana y resultar funcionales a las burocracias dominantes, o asumir realmente la responsabilidad de defender a nuestra civilización, en consonancia con el respeto a la persona y a nuestra mejor y más brillante tradición.