La muerte en la plaza
por Edgardo Mocca (extracto)
Los comentaristas del establishment mediático han mostrado una impresionante falta de sentido del tiempo y de las proporciones políticas. Varios de ellos tardaron nada más que unos minutos después de la muerte de Néstor Kirchner para salir a marcar la cancha como si el objeto de la reflexión fuera un rumor o una encuesta de las que ellos mismos alucinan y no la desaparición del personaje político más importante de las últimas décadas.
Maniáticos de la operación política disfrazada de análisis y pronóstico, rápidamente imaginaron un tiempo de incertidumbre, un tiempo de confusión, de debilidad, de concertación y de consensos. Evocaron desaforadamente el fantasma de Isabel y reclamaron el surgimiento de algún Balbín. Entraron al juicio de un acontecimiento histórico desde el lugar del cálculo chiquito.
Tanto apuro desbocado y lenguaraz fue castigado duramente por los hechos que sobrevinieron. Una plaza multitudinaria, cargada como pocas veces de la mejor energía colectiva desbarató los negros augurios y puso en escena a un actor al que nos hemos acostumbrado a ningunear. Lo hemos rebautizado “la gente”, “la opinión”. Lo hemos reducido a sondeos y a focus groups. Y sigue siendo el pueblo. La plaza mostró la política grande, la que no se deja encerrar en frases hechas y suele no respetar las reglas de la corrección. En medio del profundo dolor, se puso en acto una nueva coalición político-social. Con el valioso sello del pluralismo ideológico y cultural.
Es esa mirada las que nos devuelve a un Néstor Kirchner diferente. Diferente al violento, autoritario y divisionista del que se hablaba hasta el miércoles y también del “animal político” prolijamente divorciado de todo contenido, que apareció en estos días. En efecto, al luchador por el poder se lo intenta oscurecer por la vía de la neutralización política. Es decir, no importa cuál es el significado del poder kirchnerista. No importa si permitió la jubilación de millones de mujeres y hombres privados de ese derecho. Si recuperó los aportes jubilatorios para el Estado. Si sacó al país del default con la negociación más digna que recuerde la historia. Si echó de la Corte a los cortesanos de Menem. Si impulsó la reapertura de los juicios a los terroristas de Estado. Si comenzó la democratización de los medios de comunicación (aunque, en este caso, para algunos esto sí importa, reinterpretado como ofensiva contra los “medios independientes”). Si volvió a reunir las paritarias, si hizo funcionar el Consejo del Salario. Si desvinculó en la práctica al país del FMI. Si promovió la integración regional y fue reconocido con la Secretaría General de la Unasur. Todo se reduce a una cuestión de poder, al margen de su contenido y concebido de modo autoritario.
Es la disputa sobre ese contenido de la política –y no sobre el “poder” en abstracto– la que seguramente va a signar el futuro inmediato del país. No es casual la retórica de las plumas principales de los socios mayoritarios de Papel Prensa en estos días. El filo principal está dirigido a mostrar el “debilitamiento” del gobierno de Cristina Kirchner y la consecuente “incertidumbre” sobre el futuro. Detrás de este diagnóstico viene enseguida la terapia: “diálogo” y “consenso”. Palabras buenas y necesarias pero a las que hay que poner en contexto para averiguar su sentido. Porque como se utilizan en estos días tienen olor y sabor a la construcción de una escena nada neutral ni inocente: una presidenta débil, confusión y disputas en la fuerza política oficialista, necesidad de abandonar las confrontaciones y acceder a las demandas de aquellos grupos de interés afectados por las reformas en curso.
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